jueves, septiembre 10

Sin título

Una
, una siempre anhela el amor
el amor quedito, pequeño, redondo
como un ápice brillante
en el manto sempiterno del tiempo.

Y es entonces, que una llora,
y llora más porque el amor nos derrota,
nos estruja, nos hiere, y finalmente
nos vuelve polvo.

Sin embargo, no bajamos los brazos.
Esos brazos permanecen una eternidad abiertos.
Con el abrazo palpitante.
Con el deseo cansado, envejecido, impermutable.

Y una, una solo es eso
una y ya,
una entre tantas,
entre todas;
una, y nada más.

Y es que una siempre espera ver llegar el amor
ese amor callado, tímido, imaginado.
Interminablemente se le cree ver llegar,
un poco tarde, un poco viejo, un poco roto.
Y así se le abraza, se le acoge en el seno profundo
de la decepción y el desconsuelo.

Y cuando cae el ocaso y se cierne sobre nuestro cuerpo
una se vuelve de papel y al anochecer se incendia con
la pasión y la entrega nunca derrochadas,
se quema en medio de la nada por la falta de entrega.

Y arrancamos una hoja más,
que nos mengua, nos reduce, nos destroza.
Y abrimos los brazos, las piernas
abrimos el alma en un monólogo,
en la ausencia.

Y es que una al final ya cansada,
postrada en el lecho solo la muerte le espera.

Y así, dura y trágica manera,
es La Muerte, el amor único, perpetuo abrazo
que a tiempo llega.